white balance
Mientras esperaba mi pedido, lo observaba de reojo. La mirada muy atenta en su diario, mientras pasaba las hojas con las dos manos, como quien busca algo específico. El papel chocaba entre sí, casi con suavidad, pero emitiendo un leve sonido. Frenó. Dobló el diario justo por la mitad, revisando que las esquinas coincidieran, y pasó el pulgar por encima.
La meticulosidad de los movimientos me abstrajo. No me llamaba la atención de forma excéntrica. Lo sentía familiar. Giró la cabeza en mi dirección. Cruzamos la mirada durante un segundo.
— Te dejo el café, disculpá la demora.
— No te preocupes, gracias.
Acomodé la taza entre mi cuaderno y esa cajita con sobrecitos de azúcar que nunca uso. Hay que conocerse y tomar precauciones. Para manchar hojas ya tengo esta cabeza oscura. Volví a mi actividad.
Metió la mano en el saco y extrajo un portaminas metálico. De lejos no distinguía bien, pero supuse que era eso porque apretó varias veces la parte trasera y luego miró la punta a contraluz. Sin dejarlo en la mesa, agarró el pocillo. Dio un sorbo corto. Lo volvió a su lugar y reanudó su tarea.
Algo leía en el sector derecho. Al mismo tiempo subrayaba y anotaba cosas. Estaba muy enfocado en lo que fuera que estaba haciendo. La secuencia duró unos minutos. De pronto soltó el portaminas y apoyó la palma sobre la hoja. Se quedó mirando la ventana, inmóvil.
¿Qué pasa por la cabeza de uno cuando es secuestrado por los pensamientos?
Volvió a su mesa, pero totalmente ajeno a su secuencia previa. Separó la hoja que estaba analizando y la plegó hasta que tuviera el tamaño de un libro de bolsillo. La pasó por el clip del portaminas y guardó ambos ítems en su abrigo. Se paró.
Entendí que era un cliente habitual porque pagó en el mostrador con el cambio justo. La moza no estaba sorprendida. Antes de irse, volvió a girar la mirada hacia mi mesa, como quien se despide de alguien solo por cortesía.
El bar estaba vacío y me quedé mirando su mesa, todavía sin recoger, pensando en esa familiaridad que sentía.
La gente mayor me cae bien. Entiende la tristeza, o al menos aprendió a vivir con ella. La tristeza como motor de cambio y como gestora de la expresión.